viernes, 20 de julio de 2012

Sin título; parte uno.

No se dispuso a voltear la mirada, ni siquiera concibió la posibilidad de dirigirle un adiós. Era un cielo de medio día, similar al de su más fresco ayer hace unas casi veinticuatro horas atrás. En ese ayer todavía el tiempo flotaba con la misma gravidez que se había permitido hacerlo los últimos quince años, eso hasta el momento de la intrusión. Fue entonces cuando la cómoda rutina resonó temporalmente con un crac inesperado:

En el intercambio de segundos portagonizado por la mañana y la tarde, el sol se sentía con ánimos de estar ausente, escondido entre las nubes lúcidas. Desde la ventana miró al automóvil asomarse por el desdibujado horizonte, que no distinguía entre los matices del cielo y los colores del suelo, que hasta parecían ser uno mismo.

Ya había advertido la visita como para darse tiempo suficiente de respirar el aire matutino de la casa, tomar una taza de café y sacudirse el sueño, después de arrancarse de la piel las sábanas arrugadas.

No hacía poco más de media hora desde que sostuvo esa breve conversación telefónica con una voz desconocida, aunque en ese instante su sonido le resultó familiar y no tan extraño. Un escaso intercambio de palabras que, más bien, en su ida eran la mayoría monosílabas.

Un camino de huellas sobre la nieve se construía a pasos lentos en dirección a la puerta; Antonio no tardó en acercarse a abrir y dejarle entrar a la casa. Entre los dos, sólo un mal intento de mirarse a los ojos fue lo que sucedió antes de que él cerrara la puerta tras de ella y la invitase a pasar a la sala junto a la fogata hecha de leños secos. Ella atravesó parte de la habitación con un ritmo cuidadoso y tomó lugar junto al fuego antes de permitirse hablar con Antonio.

Una mujer alta y grácil. Sus ojos parecían profundos, sobrios como su apariencia en general. Un castaño liso le brotaba mesuradamente de la raíz de su cabeza, se prolongaba hasta la delgadez de sus puntas onduladas sutilmente desordenadas que le cubrían media espalda. Su piel apiñonada; toda ella parecía despertar algo en Antonio, un pensamiento integrante, que aún no parecía entendible para él. Por esa misma razón lo dejó pasar como un asunto irrelevante en brevedad.

Otra vez esa voz no tan extraña, que al principio conoció por la bocina del teléfono, llenó por segundos los oídos de Antonio, cuando ella se dedicó a hablar. Sus labios durazno encuadraban las palabras que con calma pronunciaba, con la finalidad de explicarle a Antonio lo acontecido recientemente. Y esa corazonada que se disfrazó de intrascendente unos minutos atrás, retornó a Antonio una vez más; una palabra se deletreaba sobre los renglones borrosos de sus recuerdos empolvados, lanzados a un cajón de objetos perdidos, esos que ya nadie intenta siquiera recuperar. Así, a la par de lo que prometían los labios de la mujer, un nombre enterrado en el olvido apareció en la mente de Antonio y en la voz de ella: Elena.

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