martes, 17 de diciembre de 2013

Una golondrina no hace el verano.

El comienzo o el final;
no es que estén de más.
Sin embargo no lo es todo. No es lo mejor;
sólo parte de la historia.

Porque aprendo a crecer en la paciencia, ser paciente para saber esperar la realización de los planes, la que me tengo estando juntos, en la paciencia hacia los momentos que no son precisamente los mejores que has tenido, pero no del todo malos. Me hacen cuestionarme cosas importantes.
Haces que le de cabida a la duda en mis acciones más automáticas, cotidianas; me haces querer partir a la rutina de la que me he aferrado por comodidad.
Me permito sentirme ajena, extrañarme de mí misma; extrañarte a ti -en la nostálgica ausencia de tus brazos cobijando mis temblores nocturnos-.
Agitarme el sueño o facilitarme el descanso, ambas a tu disposición, a la expectativa de ti.
Y a veces me entrego a los arrebatos -me lanzo a acariciar tu boca en un intento por desquitar mis ganas retenidas en la atenta escucha- aunque la conversación que me deleita se vea interrumpida, por ese chasquido ridículo, poco incómodo y dulzón entre tus labios y los míos.
Hipnotizada por tu andar calmo, por la fuerza de tus abrazos, lo profundo de tus charlas y lo simplón que se puede tornar tu sentido del humor. Me fascinas en la sencillez y lo complejo.

De pronto recordé, desprendiéndome del lamento que me producen las despedidas, que lo bello no muere en la noche ni despierta al amanecer de cada día. Es en la longitud del tiempo, en el proceso de estarlo viviendo y la eternidad de las remembranzas.