martes, 19 de enero de 2010

Pero serás mío, en mí.

Mis noches de insomnio tomarán tu nombre y mi aire serás tú, mis deseos naceran de tus ojos y lo más dulce, el sabor de tus labios, será de lo que nunca tendré conciencia. Y aquella melodía perfecta, que tanto he anhelado, escucharé cada vez que tu boca pronuncie esas palabras que siempre soñé podrían ser para mí. Y tú serás mi afán y yo una fugaz luz de la que no sentiste calor ni percibiste brillo.

martes, 5 de enero de 2010

Incertidumbre.

Es curioso cómo alguien que no conoces puede hacerte dudar tanto y de tantas maneras.

lunes, 4 de enero de 2010

Monocromía.

El aroma a humedad en el aire invadía la habitación, con tal intensidad que no había necesidad de mirar el calendario para saber que en los últimos días había comenzado noviembre. Se empieza a sentir el frío. En las aceras se comenzaban a formar pequeños charcos de agua, al mismo tiempo en que las gotas de lluvia resbalaban por las hojas del bonsái de naranjos, que hace unos meses me regaló mi madre. Ella trajo aquí a la planta con la intención, según sus extrañas ideas de Feng Shui, de traer “nuevos aires” a mi vida y cambios para bien de mi equilibrio personal. Sé que su fe en esas cosas es grande; me atrevo a decir que es más grande de lo que una vez fue su fe en el tal Dios, antes de que aquel hombre al que alguna vez llamé padre nos dejase a la suerte, pero por más que ella crea, por más que ella lo intente, estoy consciente, de que suceda lo que suceda, cualquier cosa venidera no modificará lo que es o lo que fue. No modificará el hecho de que me encuentro aquí, sentada en este sillón frente a esta ventana, siendo espectadora del panorama cotidiano y gris que se aprecia desde aquí, que no es único ni especial, sino lo contrario: la vista tan monótona de esta ciudad en la que he pasado mis escasos 24 años de existencia, si es que a esto se le puede llamar existir. Estar sentada aquí, el viento que juega entre las cortinas, las cortinas de tela suave, fresca como el aire que se respira y el viento que vuelve para acariciar mi piel con roces que me hacen sentir viva. Viva para mirar a esta lluvia, precipitarse en pequeños cristales, frágiles, acuosos, mientras cae, sentir que la siento. El ambiente me pone pensativa y me hace creer que el día vive, vive más de lo que yo he podido vivir. Como si la mañana quisiera hablar y hacerse escuchar. Como si cada una de las cosas a mi alrededor fuesen pinceladas descuidadas y azarosas que intentasen hacer de mi pasado y mi presente un Monet, con su arte impresionista, trazos imprecisos y no claros, intentando contar una historia que a mi parecer no merece tal gloria, cual cosas ejemplares sí han ameritado a lo largo de la historia.

La historia de aquello que ha acontecido a lo largo de todo, a lo largo del camino, a lo largo de todo lo que me ha traído hasta este lugar, aquí. El momento y este lugar. Y este tiempo. El tiempo que no es mío, pero que se me ha dado. El que he tomado, siendo egoísta y desconsiderada, sin preocupación ni cuidado. El tiempo que he tomado para mí y nadie más. Porque lo sentí necesario, sí. Y necesario ha sido el apropiarme de una mañana y de un día, hacerme de casi veinticuatro horas y de la tarde, tomar como mía a la noche. Olvidarme de lo que llaman mundo y sentirme con el derecho de reclamar ese tiempo que, a pesar de no pertenecerme, lo siento mío. Porque muchos otros se han creído capaces de reclamar el tiempo del que se supone yo dispongo, el tiempo del que me provee la tal vida y el aquel Dios. Ese Dios que no conozco, el que según me ha dado la vida y al cual llaman Maestro; más maestra ha sido la vida para mí, más que cualquiera y cualquier otra cosa. Ya tantos golpes y zarandeadas, los moretones en el alma no se quitan con el tiempo y las heridas del corazón no cierran fácil. Uno se acostumbra a ese saborcito amargo y acerbo, comparable con esas lagrimitas y gestos sincerados de infante al cual se le ha negado un caramelo. Debo decir que antes me parecía constantemente desagradable pero ahora ya no lo distingo de alguna otra sensación.

Sensaciones, hablando de ellas, son pocas las que puedo recordar. Ahora sólo se me viene a la mente el aroma del café por la mañana y eso porque ayer tuve una taza llena para mí. El colmo es que ni ese aroma parece placentero porque, a su vez, me hace pensar en el trabajo. Maldito trabajo. Todas las mañanas, lunes a viernes, la misma canción. Canción tediosa y de tempo ajetreado. Como si el ir a la oficina a las seis de la mañana fuese algo disfrutable. Disfrutable es tomarte un martes de entresemana para no ir a pretender que haces un trabajo maravilloso y de calidad, sentada en un cubículo justamente igual al de los otros a tu alrededor. Porque aquí no les interesa quién o qué eres. Porque para los que están arriba de ti no es importante tu nombre e irónicamente para esas bazofias todos son la misma basura.

Es un hecho que día con día los tiempos se hacen cada vez más difíciles para los soñadores y yo hace mucho que decliné la estancia en esa lista. Tantos sueños que se abandonan por el paso de la senda ¿y para qué? Para ganar a cambio un hermoso juego de cadenas y grilletes sociales que combinan lindo con ese numerito imaginario que te distingue de los demás.

“Nadie dijo que la vida es justa”, dicen aquellos los resignados ante lo que acontece. Pues yo destruyo su verdad diciendo que ciertamente alguien lo ha dicho. Mi madre siempre mencionó: “No te preocupes, que la vida se encargará a su tiempo.” Y no es que quiera un pretexto para culpar a alguien de la injusticia de la vida. Ella es simplemente una persona más entre el montón y, siendo del montón, la única a la que he de agradecer por algo. Quizás no me evitó el sufrir, pero sí que lo compartió conmigo y hasta la fecha carga con penas que no le corresponden.

Hoy al despertar decidí no ir a la oficina, con el fin de concebir mío al tiempo para hacer quién sabe qué. Ya ha caído la noche y sigo aquí, sentada en este sillón, sosteniendo el bolígrafo y presionando la punta contra las hojas de papel del cuaderno, pensando. Mientras pienso, el silencio me hace girar la mirada. Atravesando el pasillo, mi cuarto. Puedo observar a lo lejos la cama de la cual me levanté hace unas 20 horas. Las sábanas, tal y como las dejé al despertar, denotan las noches de una soltera, sin rastro ni esencia de algún hombre amante que haya compartido algo de sí. Mantengo la vista en las sábanas, perdiéndome en los pliegues y arrugas de éstas. Un minuto y otros más permanezco así, en blanco. Y siento el aire frío en mi rostro, en mis brazos, recorriendo mi piel. Y escucho al agua caer y me doy cuenta de que sigue lloviendo. El cansancio en mis ojos llena de pesadez a mis párpados haciéndome cerrarlos con torpeza y lentitud. Abro los ojos. El fresco de la noche está muy presente. Un impulso me lleva a mover mi mano para cerrar la ventana. De la venta hacia afuera un borde que hace de base y macetero. Y en él, el bonsái a expensas del tiempo y del clima. La lluvia incesante y recia. Las calles húmedas, oscuras y desoladas. El cielo parece llorar, dejando sobrevenir su tristeza en las almas taciturnas de la noche y sobre las raíces del bonsái. El bonsái ahogado en agua y yo no hago nada para evitar su sucumbir. Porque la vida parece empeñada, empeñada en continuar su llanto, empeñada en regar desdichas y tribulaciones, obsesionada en acabar con aquello que podría representar un cambio, la última esperanza ajena y propia, un giro esperadamente inesperado, capaz de organizar un poco las cosas que están y que están por venir.

Obedeciendo a mi cuerpo, me levanto. Me quedo ahí por un minuto, observando al bonsái mortecino. Giro, me dirijo al pasillo y de ahí a mi habitación. Finalmente me recuesto en la cama, sin saber del tiempo. Escribo esto último antes de ceder ante la extenuación de mi todo, consciente de que el día de mañana será uno más y uno menos, tan igual como los que fueron y los que serán.