viernes, 4 de noviembre de 2011

Nos mató la distancia, no el tiempo.

Esa distancia que no está hecha de kilómetros, pero de silencios.
La distancia que no hacen los demás, la que nació de adentro tuyo.
Una distancia capaz de portar mil nombres y que responde cuando le llaman miedo.
No fue por cuánto tiempo dejamos de vernos, fue por cómo se sentía el no tenerte, por cómo se vivía la ausencia.
Hice del dolor mi café de las mañanas, aprendí a agregar tres terrones de sufrimiento a cada taza -perdía poco a poco su tibieza-.
Pudo más la costumbre, por eso mi enfermiza permanencia.
Mi insistencia en seguir a tu lado y no dejarme de repetir, sin gota alguna de sensatez, que yo te amaba.
Me cegué ante el capricho; al final fue tanta culpa la mía como la tuya.
Te apartaste, retiraste tu mano para sujetar tu frente y bloquear toda posibilidad de renacer, de regresar a mí, a lo que alguna vez fue bueno y real.
Lo fue para mí.
Y mi mano tendida sobre un abismo que tercamente decidí ignorar.
Nos sofocaron los secretos, nos ahogamos en silencios, en máscaras; me envolvió lo frío de tu indiferencia cuales besos llenos de veneno -aún así los supe disfrutar- y una apariencia falsa de reconciliación.
Todo se volvió frágil y nos rompimos al caer. No supimos tomarnos mutuamente de la mano para ponernos de pie.
Decidimos caminar en caminos bifurcados.
Nos apartamos, nos desentendimos.


No hay comentarios: