domingo, 18 de marzo de 2012

Esos hombres que nos llenan y nos pierden.


Después de todo, no son tan cucarachas ni bichos ponzoñosos. Así como nos orillan a las lágrimas, nos hacen florecer entre sonrisas.
¿Qué mejor que convinar su compañía con algún plan espontáneo?
Y es que estoy hablando de esos jueves en los que decides hablarle a aquel amigo que hace mucho tiempo no ves, que sorpresivamente se anima a visitarte, se queda horas en tu habitación charlando de nada en particular y terminas en su departamento comiendo pizza, jugando videojuegos y robándole espacio en su cama. Se levantan tempraño en la mañana del viernes, pero deciden seguir en su privado letargo y faltan ambos a sus clases para compartir un poco más de tiempo y sólo reír. Desayunan juntos, te lleva a casa y se va con la esperanza de verte el próximo fin de semana.
Y es que estoy hablando también de la tarde de ése mismo viernes en el que otro chico, hermano menor de un conocido, te ha invitado a hacer alguna cosa en algún lugar y tú has dicho que sí. Es por eso que llegas a tu habitación, después de haber estado con tu amigo. A penas te da tiempo de ducharte y arreglarte, esperando a que pase por ti y comience algo nuevo. Bien podría llamarse una cita.
Pasan la tarde sentados sobre un mantel blanco cerca de un lago lleno de patos, comiendo emparedados que él mismo preparó con anticipación, tomando té dulce y de postre te sorprende con un poco de pan untado con Nutella. Ríen, charlan sobre posturas humanistas, idealismo, existencialismo, discuten sobre política, hablan de música, del cine y se pierden mucho tiempo asombrados por la naturaleza que les rodea, por el viento, los árboles y las hormigas que atentas se encargaron de inaugurar su picnic.
Les llega la noche y sienten frío, se cubren con el mantel pues ninguno ha llevado abrigo. Tarareas un poco y le cantas un par de canciones. Juega un poco contigo, te rodea la cintura estando ambos acostados sobre el suelo. Un cielo nublado falto de estrellas. Él un poco resfriado y tú lo molestas haciendo voz de niña enferma que no puede hablar bien porque su nariz constipada se lo impide. Él ríe, se acerca con técnica y besa tu mejilla. Te comenta la loca idea de intentar ser algo más que sólo amigos. Te callas los impulsos, las palabras y todo. Le propones una idea más loca, la de conocerse un poco más. Maravillosamente pasan otra hora charlando de más cosas placenteras, sin mucho problema. Estar con él te regala la vista de tu primer atardecer en vivo. Te lleva a casa y se despide de ti con una mirada de enamorado.
Y es que verdaderamente les hablo de la noche de ese mismo viernes en que llegaste a tu habitación y aquel amor pasado, a sabiendas de tu nueva suerte, te tienta a repasar las huellas que los construyeron alguna vez. Y cedes gustosa. Sales en busca de él, llegas a su departamento y él ya con seis cervezas encima te saluda muy extrañado de todo, como si no entendiese que realmente estás ahí. Van a comprar algo de tomar, no precisamente leche con chocolate ni agua. En su departamento, el mismo desorden de siempre. Y como siempre, un poco de tu amor por él te impulsa a tender su cama, a ordenar su ropa.
Una película más, como acostumbraban hacerlo. Una botella tras otra y tú estás más consciente que aquel niño que ya ha empezado a quedarse dormido sobre tu vientre, que ya te abraza sin contemplaciones ni pena. Demasiadas risas. Lo demás, si bien excesos, los vuelve a ambos culpables.
La mañana del sábado, el amanecer de tu cuerpo y de tus ojos sobre un colchón que no es tu cama y no eres sólo tú. Tu costado invadido por quien ya ha invadido todo lo demás de ti. Se acomodan las indecencias, se sacuden las incomodidades. Salen a pasear las calles en busca de alimento y terminan por desayunar-comer tacos en un puesto bien conocido de la ciudad. Se dirigen a dar un breve paseo, juntos, ambos, solos, mientras se saben pertenecer un poco el uno al otro. Te atreves a tomarle del brazo, a recargarte en su hombro, él te jala hacia a él unas contadas veces. Unos últimos pasos hasta la esquina del centro de la ciudad y allí se despide de ti sin volver la vista atrás, pero tú tampoco lo haces. Sonríes y caminas de frente, sin pensar en nada más que lo que queda por delante. Unas horas más te compartes a ti misma, compras algo que te alegra el día. Te diriges a casa en el camión que se tarda una media hora más en llevarte por sólo seis pesos.
Y es que estoy hablando de ese mismo sábado por la noche en que llegaste de nuevo a tu habitación vacía, exhalaste el aire que no fue sólo tuyo, respiras el que te pertenece sólo a ti. Entonces el otro a quien amas y te ama de vuelta desde hace más de un año, pero no pueden estar juntos porque la distancia no los deja, te buscó toda la noche, porque en su interior sabía que estabas con quien te supo suya por varios meses y te abarcó de nuevo hace pocas horas. Te dijo que durmieras, porque sabía que estarías ocupada en otras cosas más divertidas, porque te quiere. Te dijo que te odia. Te pidió matrimonio. Te suplicó lo mataras. Se rindió aún con insomnio, porque en sus pensamientos te tenía atrapada. Y sabes que le amas, sabes que hay que hablar.
Después de charlar un rato sin preocupaciones, le pides permiso de amar a alguien más. No al sujeto con quien compartiste más de un par de besos aún frescos sobre tu piel, sobre tus labios. Un permiso para querer a ese chico que te hizo pasar un buen rato sentados en el pasto mirando a unos cuantos patos y tomando té. Te sientes escoria, pero sientes merecerlo. Y eso te hace sentir aún peor, pero sabes que estás mejor que nunca. Porque te dice que no sabe, que no es su decisión. Pero él sabe que sólo te quiere para él. Pero sabe que te ama y que si estar con alguien más te hará bien, entonces intentará soportarlo, hasta que pueda llegar a ti, abrazarte, llevarte lejos, con él. Y tú esperas que todo eso pase, que puedas querer a alguien más, que él nunca deje de estar, que el otro se vuelva en un vago recuerdo feliz, que quien no puede tenerte ahora algún día venga a buscarte, porque es con él con quien quieres estar.

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