Qué
difícil es no poder llorar a nuestros muertos,
ni poder
verlos partir,
ni
gastarse las suelas de los zapatos,
ni volar
medio país
para
mirarles una vez más.
Qué grande
nos queda la casa, Irene,
aun cuando
la hemos llenado con tu eco
y sobre
los burós coloquemos tu imagen.
Qué nostalgia,
Irene nuestra,
mirar el
rostro de mi padre y hallarte ahí,
en su ceño
y su frente,
en su
mentón… y tu cabello.
Qué desconsuelo
sentirme tan deshecha
cuando ya
anunciabas tu partida.
Tal vez
con el tiempo
vaya a
sembrarte hartos campos
para que
le hagas compañía
a las
flores que nunca llevé a tu mesa.
Me sentaré
a regarlas despacio.
Y te
preguntaré entonces por tus recetas de cocina,
porque ya
nadie hace mejor uso del piloncillo
como el
que tú le dabas.
Si mis
ojos no se encontraran con los tuyos,
que tu voz
y tu rostro se conserven
en quienes
recuerdan tu nombre,
hasta que
la memoria no nos quepa más en el pecho.
Qué triste
es haberte abrazado hace tanto
pero más
es el gozo de haberlo hecho.
Qué ganas
de besar tu mejilla como en cada despedida,
esperando
que no sea la definitiva.
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